sábado, 19 de abril de 2008

EL VATICANO, CUBA Y PANAMÀ. PARTE VII

EL VATICANO, CUBA Y EL CANAL DE PANAMÁ
Parte VII


«El poder espiritual del Papa lleva, como dependiente, el más amplio poder temporal, y jurisdicción sobre los príncipes y sobre todos los fieles de la Iglesia; de manera que, si el fin de la vida eterna lo requiere, puede el Papa deponer a los reyes, y privarles de su reino; suprimir sus leyes y edictos, no solo con censuras, sino obligándoles con penas exteriores y a fuerza de armas, sirviéndose al efecto de otros príncipes sometidos a su autoridad; pues para esto, Soberano Pontífice resume en su persona el supremo poder temporal y espiritual>>

Lo anterior lo escribió el jesuita Molina y, según esta doctrina católica sustentada con frenesí por los jesuitas, el Papa es Rey de reyes y Señor de Señores, así que tiene el derecho “legítimo” de deponerlos o –si es el caso- quitarles la vida. Por supuesto, los jesuitas no reconocen en el Papa autoridad suficiente para deponer a su propio General de la Compañía de Jesús; de resto, este “Pontífice Máximo” puede hacer lo que quiera en el mundo. Y, la verdad, lo ha hecho.

Ya hemos visto que, durante la Colonia, la Iglesia fue la institución más poderosa después de la Corona y, en algunos episodios, incluso más influyente que ésta. En América Latina, la Santa Sede tenía el control de la imprenta, diseñaba los programas educativos y también los ejecutaba. Además, filtraba el acceso a las profesiones. Siendo la única institución que controlaba el sistema educativo, la todopoderosa iglesia Católica decidía quién era competente para desempeñar cargos públicos, puestos que –cuando no había laicos aptos, ocupaban los mismos clérigos. No solo controlaba todo respecto a leyes y moralidad pública, sino que también fiscalizaba estos asuntos en cada hogar privado.

Debido a que se apropió de la educación y el control en casi todo aspecto de la vida pública y privada en nuestras naciones, su poder en las zonas rurales era exageradamente irrebatible. Tenía dominio total sobre los indígenas y los mestizos incluso en zonas apartadas e inaccesibles del país, razón por la cual la iglesia fue pocas veces retada. Quienes osaron cuestionarla, indefectiblemente terminaron mal. Pocos se salvaron de su influjo, como los negros, quienes no cayeron bajo el dominio de los misioneros españoles ya que estos preferían el clima de las montañas al de las insalubres y calurosas selvas donde habitaban muchos negros y no pocas comunidades indígenas. La única oportunidad que tenían de catequizarlos era cuando eran llevados a las cabeceras municipales. Sin embargo, no bien regresaban a sus plantaciones y minas, los negros disfrazaban a sus dioses ancestrales bajo nombres de los dioses hispanos del catolicismo.

Con el tiempo, la ideología protestante y la masonería se introdujeron en las colonias españolas en América haciendo que la Iglesia Católica sufriera algunos golpes asestados a su totalitarismo ideológico y económico. Aunque muchos “liberales” católicos que leían material proveniente de Estados Unidos y Europa, solamente buscaban una separación entre Iglesia y Estado argumentando que el influjo de la iglesia Católica había sumido a toda América Latina en la pobreza, el atraso y el analfabetismo, el clero –como respuesta- selló con el mote de “satánicos” a todos aquellos que se hacían llamar liberales. Por supuesto, los jesuitas, maestros durante siglos de las infiltraciones, hicieron mucho más que eso: Colocaron sus propios hombres en las filas liberales con el fin de que acaudillaran las huestes al regreso de la obediencia hacia clero. Un ejemplo de esto fue el mismo Rafael Núñez quien, una vez conseguido su objetivo de destruir la Constitución liberal de Rionegro, y de implantar la ultracatólica de 1886, dejó su disfraz de liberal y se declaró públicamente lo que siempre había sido en secreto: conservador proeclesial.

Al igual que en el resto de América Latina, en Colombia el protestantismo no hizo mayor mella, limitándose a órbitas muy pequeñas de comerciantes y diplomáticos extranjeros, muchos de los cuales sólo permanecían algún tiempo en los cargos en los países asignados. Fue muy poco lo que los protestantes pudieron hacer en nuestras naciones para provocar a las personas a reclamar sus libertades individuales. La sumisión al clero y el temor supersticioso hacia los jerarcas católicos a quienes consideraban –aún lo hacen- vicarios y subvicarios de Cristo, (según el rango), no permitieron que la libertad enseñada en el evangelio tuviera mayor eco en los dominios del Papa.

Por otro lado, poco antes de 1870, Pío IX y el Concilio Vaticano Primero (1870) lanzaron una ofensiva violenta para reafianzar el poder de la iglesia en sus colonias. Los jesuitas, duchos en Derecho canónico que mezclaron hábilmente con el argumento teológico y con la filosofía aristócrata, lograron ingresar de nuevo a Colombia y trabajaron fuertemente hasta conseguir -mediante la Constitución de 1886- la preponderancia de la Iglesia Católica sobre los asuntos del Estado, con la subsecuente firma del Concordato entre Colombia y la Santa Sede. Para apaciguar los ánimos caldeados de la posguerra y darles a sus fieles el consuelo necesario, revivieron –casi al mismo tiempo que en Roma- el culto al Sagrado Corazón, a la Virgen María y la doctrina de la Inmaculada Concepción, y los caballeros del Santo Sepulcro. Al mismo tiempo, lanzaron una campaña de evangelización poderosa, bautizando niños y casando parejas que vivían en “concubinato”, enviando obispos visitantes a las parroquias, y construyendo en cada municipio una iglesia. Por supuesto, con dineros del Estado y de los fieles.

Al mismo tiempo, su estrategia ideológica incluyó el re-escribir la historia para enseñarla en cada escuela y colegio donde ahora tenían pleno control y poder. Así, durante muchos años -incluso hasta ahora- se viene enseñando una historia falsa y mentirosa donde la Iglesia Católica figura como una institución que, desde el mismo comienzo del genocidio europeo sobre los nativos de América, se “opuso” a los excesos de los conquistadores; enseñan también que los misioneros lucharon al lado de los oprimidos, defendiéndolos y dando su vida por ellos. Basta tomar cualquier libro de historia –siempre escrita por la aristocracia conservadora y por los jerarcas católicos- para ver cómo saltan de sus páginas prohombres, sacerdotes, que enseñaron a indios y negros el camino a la salvación alejándolos del infierno de las ideas de libertad individual a las que tildaban de paganismo.

Y resulta que la verdad es exactamente lo contrario. La Iglesia Católica es la institución que más crímenes y genocidios ha cometido a lo largo de su nefasta historia. Desde el mismo día en que nació gracias a la sagacidad de Constantino El Grande, emperador romano, primer Papa, y quien jamás se convirtió al cristianismo. Constantino, junto a los pichones de jerarcas religiosos de la época, hombres codiciosos y corrompidos, fundaron la Iglesia Católica y se inventaron una historia hacia atrás, hasta remontarse a Pedro, el humilde pescador galileo a quien le levantaron estatua que vistieron con lujosos trajes que Pedro jamás soñó. Pero eso da para otro tema.

En esta historia patria reinventada y escrita por los jesuitas, hombres antieclesiales como Tomás Cipriano de Mosquera y otros fueron satanizados y catalogados como enemigos del progreso y la moral. En contraste, personajes autoritarios y sangrientos, como Simón Bolívar, un aristócrata que soñaba con convertirse en Rey, fueron endiosados y elevados a la categoría de mártires de la libertad perseguidos por los liberales “demoniacos”. Incluso hoy, los dictadores fieles a la iglesia, como Pinochet y Rojas Pinilla en nuestro caso latinoamericano, son considerados por las masas incultas y analfabetas como verdaderos héroes progresistas de nuestras patrias. Y eso lo han enseñado los jesuitas, amigos y patrocinadores de las dictaduras. Por algo, Samuel Moreno, actual alcalde de Bogotá y nieto de Rojas Pinilla, no tuvo reparos en afirmar que “las dictaduras son buenas”, ganándose furibundos aplausos de sus seguidores socialistas adoctrinados en las aulas de los curas.

Fue así como, controlando totalmente el órgano educativo, los jesuitas lograron que hasta los más radicales liberales no tuvieran más opción que matricular a sus hijos en los colegios regentados por sacerdotes, que eran los de mayor prestigio y los que filtraban el acceso a los poderes de la sociedad. Además, los liberales querían librarse del escarnio público de ser llamados “masones” o “hijos del diablo”. No había, pues, escapatoria, y los hijos de liberales fueron reeducados por los curas perpetuando así, generación tras generación, su control sobre la sociedad monástica que perdura hasta hoy.

Rafael Núñez, en contubernio con el arzobispo jesuita Telésforo Paul, fueron quienes llevaron al país a rendirse totalmente a los pies del Papa. Con la constitución de 1886, el concordato de 1887 y la Convención Adicional de 1892, la Iglesia salió más fortalecida que nunca. Era la curia, en cabeza del arzobispo, la encargada de aprobar o vetar los textos escolares y los programas académicos de escuelas, colegios y universidades. Por medio de la Constitución el Estado quedó obligado a subsidiar con millonarias partidas presupuestales la labor “evangelizadora” de la Iglesia. Increíblemente, en las regiones rurales se le concedió a la Iglesia Católica el desempeñar funciones administrativas y judiciales. No es exagerado afirmar que la Iglesia controló totalmente el país. Para nuestra propia ruina.

Con la llegada de Núñez al poder –que detentó en posteriores administraciones en las que él era asesor-, los oligarcas liberales quedaron sin influencia política y sin parte del manejo presupuestario de la nación, y esto ocasionó un descontento que se fue agravando con el paso de los días. José Manuel Marroquín, un hombre pacifista dentro de la dirigencia del partido conservador, asumió la presidencia durante un periodo de enfermedad del anciano Sanclemente, y aprovechó para sacar adelante reformas que incluyeran a los jefes liberales decretando medidas para la transparencia de las elecciones. Los liberales frenaron su deseo de guerra ante estas disposiciones con las cuales se sentían satisfechos. Sin embargo, Sanclemente regresó al poder y acabó de un solo tajo con este proyecto de medidas. Entonces, los liberales le declararon la guerra al gobierno conservador. Cabe reafrimar que la razón principal de esta guerra no fue la causa de los pobres, sino el hecho de que los conservadores no participaban a los liberales del poder y de la repartición de los contratos y los dineros públicos.

Años antes, en 1878, Aquileo Parra había firmado con Francia un contrato para construir un canal interoceánico. Los Estados Unidos estaban interesados en construir otro canal en Nicaragua pero los franceses, para la época de la Guerra de los Mil días, debido a que no habían podido terminar el canal y estaban a punto de perder su inversión, le ofrecieron a los norteamericanos venderles el canal de Panamá a medio construir y, de ñapa, les prometieron el dominio sobre toda la región de influencia de éste.

William Mc Kinley, presidente de Estados Unidos, protestante metodista, se rehusó firmemente a las pretensiones de los franceses, quienes actuaban soterradamente a escondidas de Colombia. Tampoco quiso el presidente norteamericano inmiscuirse en el conflicto colombiano de Panamá.

Corría el año 1898. Cuba todavía era una colonia española y los isleños sufrían tratos degradantes de parte de las fuerzas militares del gobierno español. Los abusos eran difundidos ampliamente por la prensa de Estados Unidos que publicaba constantes notas de repudio en reportajes del New York World, dirigido por Joseph Pulitzer, y en el New York Journal, dirigido por William Randolph Hearst. Los Estados Unidos tenían inversiones en la isla que no estaban siendo respetadas, como tampoco lo estaban siendo los derechos humanos de los cubanos que clamaban por ayuda al presidente Mc Kinley. Poco después, el comercio entre Cuba y Estados Unidos se interrumpió. Se percibían vientos de guerra. La opinión pública reclamaba una intervención en favor de Cuba, y presionó ferozmente al Congreso de los Estados Unidos para que interviniera militarmente. Era el primer año del mandato de Mc Kinley y él no quería intervenir a pesar de la decisión del Congreso.

Un año antes, en 1897, el presidente del gobierno español, Práxedes Mateo Sagasta, había intentado solucionar el conflicto concediendo al pueblo cubano y a los portorriqueños una autonomía parcial; también suprimió los campos de concentración en Cuba, creados por el capitán general de la isla, Valeriano Weyler. Pero estas medidas resultaban insuficientes para los insurgentes cubanos -dirigidos por José Julián Martí hasta 1895 y por Máximo Gómez desde entonces-. Los cubanos querían su independencia completa.

Los revolucionarios cubanos siguieron solicitando la ayuda de Estados Unidos, mientras luchaban valientemente contra el imperio español. A pesar de que Mc Kinley no quería intervenir militarmente, envió el acorazado Maine al puerto de La Habana -al cual arribó el 25 de enero de 1898- con el propósito de proteger las vidas y bienes de los ciudadanos norteamericanos residentes en la isla. Menos de un mes después, el buque explotó misteriosamente y doscientas sesenta personas murieron. Redfield Proctor, senador de los Estados Unidos, pronunció un discurso en el Senado en marzo de 1898 en el que describió las inhumanas condiciones de vida que había presenciado en Cuba. Como consecuencia de esto, el Congreso presionó nuevamente al presidente Mc Kinley para que exigiera a España que se retirara inmediatamente de Cuba.

Para mediar en el conflicto sin necesidad de llegar a una confrontación armada, el gobierno estadounidense ofreció comprar a Cuba y le pidió a España que les vendiera la isla. Gracias a los oficios de los esbirros del Papa en Estados Unidos, el general Miguel Correa no sentía temor de una posible intervención militar de Estados Unidos, así que el gobierno español rompió relaciones diplomáticas con Estados Unidos.

Inmediatamente, Estados Unidos le declaró la guerra a España mientras el Congreso norteamericano emitía resoluciones donde reconocían la independencia de Cuba. Mc Kinley quiso dejar muy en claro que, a pesar de la intervención de Estados Unidos, jamás reclamarían dominio sobre la isla ni contraprestación alguna, aparte de la seguridad de sus ciudadanos, sus bienes y sus vidas.

En diciembre de 1898, en un tiempo record de tres meses, Estados Unidos ganó la guerra y, gracias a ello, se consolidó como una potencia mundial. Pagó una millonaria suma en dólares a España por Filipinas y Puerto Rico, mientras dejaba a Cuba en completa libertad de dirigir sus destinos.

Entretanto, en Colombia –como ya vimos- los terratenientes liberales y conservadores aún eran partidarios de explotar grandes extensiones de tierra con pretensiones endógenas, internas y locales, utilizando la mano de obra barata de campesinos mestizos, indios, mulatos y negros, a quienes prácticamente tenían esclavizados. Sin importarles mucho los sufrimientos de los desfavorecidos, los comerciantes preferían una política dirigida hacia la exportación de materias primas. Esto ocasionó, en últimas, las principales diferencias en cuanto a lo que debía ser una política de economía nacional.

La mayoría de quienes preferían el librecambio, el libre comercio, la libre competencia y el control de la economía en manos de particulares, se unieron bajo las banderas del partido liberal; en tanto que quienes estaban a favor de la explotación de campesinos a manos de terratenientes, y a favor de la defensa de los latifundios y el control económico en manos de las instituciones proeclesiales que se habían heredado de la Colonia, se arroparon bajo las sábanas del conservatismo.

Sin embargo, ambos bandos, tanto liberales como conservadores (ambos dirigidos por católicos), eran conducidos por las clases dominantes cuyos representantes se habían dividido por sus preferencias en estas cuestiones. Así que, como siempre, quienes en realidad peleaban esas guerras –y todas las demás- fueron las clases populares. Ni los latifundistas ni los comerciantes burgueses empuñaron las armas para pelear personalmente sus guerras. Engañaron a los campesinos mestizos, mulatos, indios y negros con promesas que jamás cumplieron. Igualmente, los sacerdotes, desde cada púlpito en cada parroquia donde ejercían su poder, también participaron del engaño amenazando a sus fieles con la excomunión o el infierno si no tomaban las armas para defender a sus líderes políticos y religiosos, nombrados –decían y aún dicen ellos- directamente por Dios.

Con todo, no se puede desconocer que algunos liberales de la época declaraban que la inmensa mayoría de colombianos, que eran campesinos paupérrimos, tenían derecho a ser declarados trabajadores libres con derechos acordes a la tendencia norteamericana. Y tampoco se podrá ocultar que los conservadores no quisieron soltar la mano de obra barata y se aprovecharon de los intereses comunes con la Iglesia para que ésta, por medio de la religión, declarara que esas ideas liberales y norteamericanas eran producto de las maquinaciones del diablo.

Es muy claro que la Iglesia Católica brindó todo su apoyo al partido conservador; y que los gobiernos conservadores favorecieron impúdicamente los intereses económicos de la Iglesia. También es muy claro que, muy por encima de los ideales liberales, tanto los dirigentes liberales como los conservadores buscaban su propio bien; querían el poder para sí mismos. Los cacareados ideales liberales en pro de la defensa de las clases populares bien pronto se olvidaron durante y después de las guerras. Tanto que, especialmente en esta guerra de los Mil días, muchos comerciantes –los más poderosos comerciantes eran liberales- se enriquecieron aún más con la importación y venta de armas de fuego y municiones. Después de la guerra, la aristocracia liberal y conservadora no tuvo reparo en unir sus capitales para fundar bancos y diferentes empresas prósperas que surgieron gracias al sacrificio de los pobres –la milicia rasa- quienes hicieron posible la riqueza de esas familias que aumentaron sus caudales sobre la sangre del pueblo que ofrendó sus vidas y las de sus hijos en guerras que nunca fueron suyas. Nuevamente, quienes resultaron ganadores, fueron los oligarcas y la Iglesia.

En el fragor de la guerra, los curas llamaban al orden y al sometimiento a los terratenientes, bajo la excusa de que la rebelión era un pecado, mientras que -al mismo tiempo- instaban a la rebelión en contra de los enemigos anticlericales con el argumento de que pelear a favor de la Iglesia era pelear al lado de Dios. “A luchar por nuestra religión.. Dios lo quiere.. ¡Católicos! (...) Por Jesucristo que nos dará la victoria..! Por su Sagrado Corazón que de un modo tan patente nos ha protegido..! (...) ¡Viva la religión..!”

Los jesuitas –¡claro que sí..!- llevaban a cabo sus operaciones comerciales con su tradicional sigilo; habían fundado en las colonias católicas, so pretexto de la religión, agencias comerciales, establecieron plantaciones en las que sus esclavos, negros o indios, trabajaban a latigazos, para recordarles que Jesús también sufrió, así que su sufrimiento y esclavitud eran voluntad divina, para la honra y gloria del Creador. Pero en varias ocasiones estos truhanes fueron desenmascarados y la gente pudo comprobar quiénes eran en realidad los llamados Compañeros de Cristo.

Los jesuitas habían quebrado en Sevilla, donde también se descubrió que se dedicaban al contrabando. Con todo, estos pequeños “errorcillos” no produjeron tanto efecto en la opinión pública como sí lo produjo la quiebra escandalosa de la Compañía de Jesús en la isla Martinica, ocupada por los franceses. En Martinica, el provincial jesuita Lavalette había adquirido tierras, y comprado más de dos mil esclavos negros; el dinero lo había conseguido en París, Marsella y otras ciudades. El curita se ideó la manera de hacerlo sin levantar sospechas: los jesuitas enviaban barras de oro cubiertas por una capa de chocolate, empacadas en cajas y consignadas al provincial jesuita de la Compañía de Jesús en España. Un funcionario de la aduana, sospechando del peso exagerado de los chocolates, abrió una caja y descubrió el engaño. El gobierno confiscó el contrabando y los padrecitos jesuitas no se acercaron nunca a reclamar sus chocolaticos.

Así que, en octubre 7 de 1899 empezó la guerra de los Mil días. Una alianza entre facciones de conservadores y liberales dio un golpe de Estado contra Sanclemente, quien fue obligado a traspasar el poder a Marroquín. Benjamín Herrera, liberal, intentó invadir Panamá en 1901, en contra del Tratado Mallarino-Bildack, que en 1846 se había firmado entregando a Estados Unidos la protección de la soberanía de Colombia sobre el istmo debido a la incompetencia del gobierno colombiano para defender a Panamá de la Corona inglesa que pretendía apropiarse de ella, como ya se habían apropiado de numerosas regiones en Centroamérica.

Para la época en que Benjamín Herrera incursionó en Panamá, en 1901, Sanclemente y Marroquín habían enviado una comisión diplomática a Estados Unidos para convencerlos de que construyeran el Canal interoceánico por Panamá, y no por Nicaragua, como pretendía hacerlo Mc Kinley. El intento de Herrera de apoderarse de Panamá militarmente fue visto como un ataque por los norteamericanos, así que fueron rechazados por los marines estadounidenses que impidieron que el revolucionario Benjamín Herrera se tomara la zona del Canal y la Ciudad de Colón. El presidente Mc Kinley estaba a favor de la constitucionalidad y respetó el Tratado firmado en 1846.

Pero los jesuitas ya tenían planeada su próxima jugada. Mientras fundaban el partido social demócrata ruso, en Estados Unidos habían infiltrado a un hombre en las altas esferas del poder presidencial. Habían logrado apropiarse de la vicepresidencia del país. Theodore Roosevelt entraba en acción.

Como Mc Kinley no quiso ceder a la presión de los capitalistas norteamericanos –manejados por los jesuitas- (mismos que preparaban la revolución bolchevique y que habían financiado a Marx y Engels para sentar las bases del comunismo), negándose a entregarles Cuba a los intereses monopólicos de los millonarios, dueños de la banca estadounidense; y como Mc Kinley tampoco accedió a las pretensiones de los banqueros en Panamá, este presidente fue asesinado por manos criminales controladas desde la Santa Sede.

Y Theodore Roosevelt, la ficha de los jesuitas, subió a la presidencia dictando medidas que beneficiaron a quienes lo llevaron al poder. A pesar de que el Congreso de Estados Unidos había creado en 1899 la Comisión del Canal Ístmico que había estudiado todas las posibles rutas y se había decidido por la ruta nicaragüense, en 1902, bajo el control de Roosevelt, la Comisión cambió intempestivamente de opinión y recomendó hacerlo por Panamá. A pesar de que durante el gobierno de Mc Kinley éste se había negado a negociar con Francia prefiriendo hacerlo con el gobierno colombiano directamente, la política de Roosevelt se encaminó en sentido contrario.

Theodore Rooselvelt decidió torcer la famosa “doctrina Monroe”, y le añadió el llamado “Corolario Rooselvelt” que daba licencia a Estados Unidos de ejercer “un poder policial” sobre América Latina e intervenir militarmente donde quisiera y cuando así lo creyera conveniente. Esa es la política que rige a Estados Unidos hasta hoy; esa es la política jesuítica que ha logrado utilizar el poderío militar de Estados Unidos a favor de sus intereses en Afganistán, Serbia, Irak, Alemania, Panamá y muchas naciones más.

Así que, a pesar de que el presidente Mc Kinley intervino para liberar a Cuba del yugo español, dejando claro que Cuba era libre y soberana, Therodore Roosevelt invadió militarmente a Cuba y República Dominicana, entre 1905 y 1906 respectivamente, controlando las economías de ambos países para beneficiar los intereses económicos de las grandes empresas gringas. Con todo, ganó el Premio Nobel de la Paz en 1906.

Los mismos banqueros gringos utilizaron el poderío estadounidense para impedir que Panamá fuera tomado por los liberales, e intervinieron a favor del gobierno conservador que rogó a Roosevelt para que trajera tropas norteamericanas a Panamá con el fin de frenar las avanzadas de Herrera.

Y Roosevelt, finalmente, terminó apoderándose de Panamá.

Theodore Roosevelt era miembro de la Orden de la Calavera y los Huesos (Order Skull and Bones), llamada también como “la Orden” (The Order), cuyo emblema es una calavera con dos huesos cruzados, muy similar al usado por los bucaneros. Esta fraternidad nació en la Universidad de Yale en 1832 y es considerada como una orden masónica independiente, es decir, no inscrita en ninguna gran Logia regular. De igual manera, buscan los mismos ideales de poder basados en una mezcla del Iluminismo jesuítico con las ideas de Hegel.

A esta secta masónica han pertenecido los presidentes Theodore Roosevelt, William Howard Taft, Bill Clinton, George Bush y George W. Bush, padre e hijo, entre otros. También perteneció a ella Prescott Bush, padre y abuelo de los anteriores. Igualmente, perteneció a ella el militar y político estadounidense George Catlet Marshall, Secretario de Estado, iniciador del famoso Plan Marshall en Europa, y premio Nobel de Paz en 1953.

Investigadores de la Orden, le atribuyen no solamente actos de vandalismo y delincuencia común, sino que aseguran que la mayoría de los socios estarían implicados en una serie de crímenes que van desde el narcotráfico hasta políticas eugenésicas para reducir drásticamente la población del Tercer Mundo y de las minorías étnicas en EEUU.

Como ya lo mencionamos antes, Alberto Rivera –el valiente ex jesuita que fue asesinado por desenmascarar a los hijos de Loyola, aseguró que “el Opus Dei es otro brazo de los Jesuitas, así como los Banksters (banqueros gangsters), masones, los illuminati, el CFR (Council of Foreing Relations, Consejo de Relaciones Exteriores), el movimiento de la Nueva Era, Trilateral Comission (la Comisión Trilateral), el Club de Roma, los Bildebergers, Skull and Bones, el Bohemian Grove, El Comité de las 300 (así se llaman las familias de élite más ricas) - Rothschilds en Inglaterra y los Rockefellers en América, etc. A través del Opus Dei, manejan los partidos demócratas cristianos, igual que los partidos políticos de centro y centro derecha, así como los poderosos sindicatos entre otros”. (Eric Jon Phelps, Los asesinos del Vaticano)

Por eso, no hay tal como nos quieren hacer creer los medios de comunicación, cuando nos muestran un enfrentamiento entre los Clinton y los Bush. Son hermanos de logia, de esa siniestra hermandad controlada por los jesuitas para lograr su propósito de un gobierno mundial (el Nuevo Orden Mundial) bajo la cabeza del Papa.

Napoleón Bonaparte, antes de ser seducido por los jesuitas, hizo la siguiente declaración:

Los Jesuitas son una organización militar, no una orden religiosa. Su jefe es un general del ejército y no un simple sacerdote o un abad de un monasterio. La meta de esta organización es el PODER. El poder en su forma más déspota. Poder absoluto, poder universal, poder para controlar el mundo por la voluntad de un sólo hombre. El Jesuitismo es el más absoluto de los despotismos; y a la misma vez el mayor y el más enorme de los abusos...”

O esta otra declaración de un investigador:

No había forma de disfrazarse que ellos no poseyeran por lo que podían penetrar en cualquier lugar. Podían penetrar silenciosamente tanto en el guardarropa de un monarca como en el gabinete de un jefe de estado. Podían infiltrarse de forma secreta en una Asamblea General y mezclarse sin provocar sospecha alguna en las deliberaciones y los debates. No había idioma que ellos no pudieran hablar, ni credo que no profesaran sin embargo no había iglesia en la que ellos incursionaran ni membresía de iglesia a la que pertenecieran que continuara funcionando. Ellos podían desacreditar al Papa ante los Luteranos, y jurar su intención solemne de guardar el juramento. (J.A. Wylie, La Historia del Protestantismo, Vol. II, p. 412. -citado en Sydney Hunter, ¿Es Alberto Real?, Chick Publications, página 13.)

Por eso, no es extraño que el Papa Benedicto XVI haya sido recibido con todos los honores debidos al más poderoso líder político del planeta. George W. Bush, por primera vez en la historia de las visitas de jefes de Estado y monarcas a Estados Unidos, fue a recoger al Papa al aeropuerto, un “honor” que nadie más ha recibido. Por eso es que el Papa posó para la foto con los Clinton, Obama y Bush, en un claro mensaje al mundo de que el jesuitismo ha triunfado en los Estados Unidos.

Charles Chiniquy, otro valioso hombre, ex sacerdote, que denunció las intenciones de los Jesuitas sin haber abandonado todavía sus hábitos, nos hace pública una declaración de los Jesuitas que tiene hoy una escalofriante vigencia, a pesar de haber sido escrita hace más de 100 años, en el siglo XIX. Dicen los jesuitas:

Los americanos se consideran una raza grande e inconquistable. Miran a los pobres católicos irlandeses con un desprecio total como si los mismos fuesen útiles únicamente para cavar sus canales, barrer sus calles y trabajar en sus cocinas. Que nadie despierte esos leones dormidos, hoy día. ¡Oremos porque continúen durmiendo durante muchos años más y que cuando despierten se encuentren con que ya nadie les favorece y que serán sacados de cada posición de honor, de poder y de riqueza!... ¡qué voluntad será la que nombre a los llamados gigantes cuando ni un senador o miembro del Congreso será elegido a menos que se haya sometido al santo padre, el Papa!

No sólo elegiremos al presidente sino que dominaremos a los ejércitos, escogeremos los hombres para la marina y tendremos la llave del tesoro nacional! Entonces ¡sí! gobernaremos a los Estados Unidos y los pondremos a los pies del Vicario de Jesucristo, para que le ponga fin a su sistema de educación que se encuentra ausente de Dios y a sus leyes impías de libertad de conciencia, que son un insulto a Dios y al hombre! (Charles Chiniquy, Fifty Years in the Church of Rome. Chick Pulications, pp. 281-282)

Hoy, Estados Unidos está sucumbiendo al poder jesuita que controla las finanzas, los medios de comunicación, las empresas de entretenimiento, los jueces y el Congreso.

Antes, aunque la Santa Sede había colocado presidentes afectos al Papa, (Bush, Roosevelt, Clinton, etc) su poder estaba limitado por un Congreso de mayorías protestantes. Hoy, Estados Unidos de América, un país con inmensa mayoría protestante, no sólo tiene presidente, sino que su Congreso es de mayoría católica.

Los jesuitas han colocado a Estados Unidos a los pies del Papa. Cumplieron con su labor, como siempre lo han hecho.

Para desastre de la humanidad.


Ricardo Puentes Melo.
Abril 16 de 2008.

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